lunes, 21 de noviembre de 2011

2# Despedida

No sé por qué estoy viva. La prescripción decía que yo debía estar muerta en este momento. Y estoy sola. No tengo amigas que me vengan a visitar. Solamente médicos, psiquiatras y familiares con caras oscuras.
No estoy muerta, estoy viva. Puedo controlar mi vida, pero no mi muerte. Cuarenta Rivotriles, veinte Somit y Centralina y una botella de coca light me iban a matar. Me acosté pensando que no me iba a volver a despertar jamás. Escribí cartas para todos. No quiero que se sientan mal, yo me moría feliz. Yo quería que todo fuera perfecto.
La bañadera está llena de pelos, mechones y sangre. Esa Gillette era demasiado filosa, pero no tanto como para cortarme las venas.
Primero fue la muñeca izquierda. Cuchillo tramontina filoso, muy, muy filoso. Nueve fueron los primeros cortes. Una vez que pensé que podía soportar el dolor seguía más abajo. Mis manos sangraban, por supuesto, pero no me desagrandaba como para morirme. De todas maneras  nadie iba a llamarme para salvarme. Y si no me moría desangrada el Rivotril, el Somit y Centralina y la coca se iban a encargar de llevarme al cielo.
Once chuchillazos desangraron mi brazo derecho. Tampoco fue suficiente. No salía sangre a borbotones. Pero yo lloraba. Lloraba porque me dolía, lloraba porque tenía miedo de no morirme. Lloraba por lo que podía llegar a pasar si seguía viva.
Llegó el turno de la mano derecha. Uno, dos, tres, cinco, seis, ocho cuchillazos en la muñeca. Me dolía demasiado, demasiado como para que los cortes fueran más profundos que eso. Pero sangraban y manchaban las sábanas. Ojalá me hubiera muerto en ese momento. Hubiera sido más fácil haberme clavado un vidrio en la garganta o encerrarme en la cocina con el gas encendido.
Esa muñeca no alcanzó. Me di cuenta que la vena más poderosa es la que está del otro lado del codo, entonces me arremangué la remera ensangrentada y me hice el tajo más profundo de todos, seguido por otro que me llevó al desmayo.
A partir de allí no recuerdo casi nada. 
Inconsciente, mucho más tarde llamé ocho veces a él. Y cinco veces a mi analista. No recuerdo nada de esto, son solo reconstrucciones. Quería avisarles que me moría y que no iban a poder hacer nada. Pero soy tan inútil que hasta esto me salió mal.
No sé qué me despertó.
¿Por qué no me morí? ¿Por qué sigo acá?
No sé cómo aparecí en esta ciudad. Me acuerdo que mi amiga me acompañó al psicólogo. Mi hermana no sabe nada, piensa que es por moda que estoy toda cortada y ojerosa. Es la muerte que me viene a buscarme, que está cerca, todo el tiempo, con Ana. O quizás la muerte está disfrazada de Ana.
Hoy me sacaron sangre. Cuando le mostré el brazo al enfermero no me hizo ninguna pregunta. Era obvio que me había querido suicidar. Y lo digo honestamente, lo digo orgullosamente: me quise ir de esta vida de MIERDA.
Cuando me levanté estaba toda mi familia acá: todos mis tíos, mi abuela, mi mamá, mi papá, mi gato. Había mucha gente en mi casa y yo no entendía nada. ¿Qué hace esta gente acá? ¿Qué vienen a hacer? Parecía un velorio. Hablé con algunos.
Vino mi psicóloga. Hablamos mucho tiempo tiradas en el sillón. Mi mamá habló con él y él amor de mi vida se vino desde su casa a verme. Supongo que le doy asco, sé que soy repugnante. Parezco la muerte de la pasión de cristo. Soy fea, sin cuerpo. Soy un asco. No soy más linda, no estoy más, no estoy más triste. Toda cortada. De todas maneras me hizo prometerle que no lo volvería a hacer, y que iba a estar a mi lado siempre. Y eso es lo que me mantiene viva. Eso es lo que quiero para mi vida: estar con él. Eso es todo lo quiero.
Se fue él, se fue la psicóloga. Siguieron apareciendo familiares. Iban, venían. A algunos no los vi, porque las pastillas me duermen y me hacen olvidar qué día es hoy, que día fue ayer, o qué fue realmente lo que me pasó.
Una y mil veces me voy a preguntar, ¿Por qué no estoy muerta? ¿Quién me dio una segunda oportunidad? Quiero llorar, quiero caminar, quiero estar sola. No quiero estar internada. Quiero estar con mis amigas.
Quiero.
Después de tomar las pastillas y de cortarme, me quedé dormida en la más profunda de las muertes. Todavía tengo miedo de preguntar detalles acerca del suceso pero creo que puedo recomponer la historia sin tener que hacer pasar a los demás por tan angustiante trajín.
Yo no podía hablar, no me salían palabras coherentes. Creo que mi amiga habló con la sicologa porque lo próximo que recuerdo fue estar en su consultorio. No sé cómo llegamos allí.  Yo no sé qué me pasó.
Cuando volví a abrir los ojos estaba en un hospital y un enfermero me sacaba sangre. La gente me miraba extrañada: no todos los días se ve a una muerta viviente. Cuarenta y dos kilos de penumbras y abandonos, de sangre coagulada. Un ser sin vida, y todavía cortada.

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